La obra de José Ángel
Valente se encuentra mediada por un misticismo trascendente que encierra cada
una de las palabras arraigadas en lo profundo del corazón y transmitidas al
lector. En palabras de José Luis Gómez «la mística busca liberar infinitamente
el deseo» (Gómez, 2010:160). En este
sentido se puede afirmar que la poética de Valente se enmarca en la intención
de escribir a través del espíritu, dejando fluir el deseo, pero no el deseo del
poeta pues para Valente el Yo debe morir para la creación, de lo contrario la
palabra se paraliza.
Valente
se acercó a la poesía y tuvo una gran influencia de referentes trascendentales,
espirituales y religiosos, lo cual marcó su obra con un toque de misticismo,
sin pretender ser un poeta místico. Su labor poética atraviesa por dos etapas,
la primera más social y la segunda más sustancial y hermética, donde lo místico
se funde con lo erótico. Ese erotismo, es amor, es eros divino. La poesía nace luego de la inmersión en la
oscuridad, de la unión perfecta del alma con la divinidad, pero esa divinidad
se puede expresar a través de una gran variedad de elementos.
En
la poética de Valente, el binomio cópula-conocimiento encuentra, además,
anclaje en la tradición cabalística, de la que se hace eco en su obra La piedra
y el
centro: Los cabalistas recurren para
la expresión de los más velados secretos al lenguaje del cuero y, en
particular, al de la sexualidad, el vacío; la carencia de palabra en estos
poemas (aspecto que Valente enfatiza más en «Anónimo: versión») representa el
pensamiento valentiano, el cual enfatiza que hay más energía en el hombre y su
mundo: el poeta remata diciendo que la materia «el ruiseñor», el vacío y la
cima del canto, son una misma cosa.
Un misticismo áureo
El choque de un
conjunto de doctrinas filosóficas y místico-platonizantes, de ideales sociales
y caballerescos, de exacerbada actividad y proselitismo en un ambiente de gran
exaltación de la cultura y fe religiosas convertidas en ideal político, se
plasma en la mística, síntesis de todos los rasgos humanos, sociales y
artísticos del español del siglo XVI.
Un ligero recorrido
histórico nos conduce hacia la mística alemana del siglo XIV con el maestro
Eckhart (1260-1328) como principal exponente. El autor de la obra Tratados y
sermones transmitió «a las órdenes mendicantes su deseo de que fuesen capaces
de expresar la verdad divina, utilizando las herramientas apropiadas: un
lenguaje idóneo, eficaz, con el que poder captar la experiencia inefable» (Fernández,
2008). Él mismo nos da una definición de lo que es ese desasimiento: «En el
hecho de que el espíritu se halle tan inmóvil frente a todo cuanto le sucede,
ya sean cosas agradables o penosas, honores, oprobios y difamaciones, como es
inmóvil una montaña de plomo en el soplo de un viento leve» (Reckhart,
1294:17).
El grado superlativo
de esa unión con Dios es el silencio. Así parecen haberlo entendido muchos de
los poetas contemporáneos desde Mallarmé hasta José Ángel Valente. El fervor místico se confunde con la plenitud
latente en la palabra poética.
Nos gustaría observar
de cerca las imágenes místicas de dos de sus poemas: «El temblor» (Mandorla,
1982) y «Anónimo: versión» (Fragmentos de un libro futuro, 2000). En sendos poemas, se revela lo oculto a
través de la lluvia y el canto del ruiseñor.
En «Anónimo: versión»,
Valente utiliza la imagen del ruiseñor como símbolo de liberación: «el ruiseñor
y tú ya sois lo mismo» (vv. 2-3). Por el
contrario, en «El temblor» es la raíz la que germina como el canto de las aves.
Este hecho de convertir el yo-poético en pájaro refleja la cualidad de
emprender el viaje hacia el más allá.
Esta idea aflora
gracias al cántico espiritual de San Juan de la Cruz, utilizada para
referenciar el mito de Filomena, aquella que llora su desgracia transformada en
ruiseñor. Ella sufrió la desgracia de que su violador le cortara la lengua,
hecho que propició su canto de ruiseñor, mientras que en los poemas valentinos,
el poeta buscará el rastro de la lengua divina utilizando el silencio, la
palabra no llega pero sí llega el canto.
La poesía de José
Ángel Valente intenta recuperar el simbolismo por encima del valor descriptivo
de la palabra. En este proceso se puede apreciar las influencias de la poesía
del siglo de Oro en cuanto al uso constante de la metáfora y las prosopopeyas.
Así pues en los poemas «El temblor» (Mandorla, 1982) y «Anónimo: versión»
(Fragmentos de un libro futuro, 2000), observamos características que pretenden
llegar al lenguaje de los sentimientos, un lenguaje poético que siempre quedará
como algo inefable, intraducible al lenguaje de la lógica.
Al igual que en la
poesía mística, en «El temblor» Valente se dirige a un interlocutor
personificado en la lluvia. La lluvia como refresco de la palabra que acaba en
el viaje interior, en la experiencia propia, en la raíz como símbolo de la
consagración de la palabra. Tal y como estilaban los poetas áureos, el acto de
embellecer vuelve a tomar forma en Valente. Este embellecimiento parte de la
meditación intuitiva de las cosas o las palabras antes de su misma existencia
(Alfaro, 1999:45), lo que confiere a la poética de Valente el sentido
elemental. La lluvia proporciona el éxtasis de la palabra (Bebo, te bebo / en
las mansiones líquidas / del paladar) hasta llegar al epicentro de la creación,
a la raíz germinada que acaba en canto, en liberación pluridimensional: es al
mismo tiempo la liberación de la vida, de la palabra y de la otredad. Si en los
poetas místicos la aspiración era llegar hasta un sucedáneo divino, en Valente
la fórmula será el autoconocimiento, la emancipación en forma de remolino que
llega a la intimidad del poeta. De hecho, esa intimidad se presenta a través de
numerosos términos que implican un erotismo explícito (ingles, lamer, lengua,
saliva, boca) que lleva a la trascendencia místico-poética, a la inmersión del
yo (Real, 2001:98). Del mismo modo la podemos ver retratada en los versos de «Ícaro»,
también en Mandorla, «[...] Caer fue sólo / la ascensión a lo hondo».
En Valente
encontramos la significación densa, la contraposición de las ideas y una fuerte
simbología contenida. Un misticismo de lo mundano que promueve el hermetismo y
la variedad de interpretaciones. No obstante, Valente también bosqueja el
sentido trágico en su poema «Palabra»: «Palabra / hecha de nada. / Rama / en el
aire vacío. / Ala / sin pájaro. / Vuelo / sin ala». Como producto simbólico
reiterado observamos la figura del pájaro, que empuja al lector a una turbiedad
del espíritu, una bruma nocturna sin la fe de los místicos tradicionales
(Reyzábal, 2001:21), pero que gracias al uso versátil de la palabra se nos
presenta en diversos sueños de vuelo. En «Anónimo: versión», el haiku con
presencia del ruiseñor expresa la fascinación del enigma que encierran las
palabras. La elipsis es más relevante que lo mostrado, donde el poder del canto
es el poder de la apertura de la realidad. El ruiseñor, como sustitución del
contacto con dios, hace las veces de la liberación del mundo cognoscible para
adentrarse en los laberintos de ese cosmos simbólico (Aguirre, 2013:12). En los
versos «Pájaro del olvido / jamás te tuve más cierto en mi memoria», existe una
suspensión de la palabra, la pretensión de encontrar en el fuero interno el locus amoenus de los renacentistas.
Un misticismo erótico
La poesía de José Ángel Valente es la historia de una
perpetua peregrinación hacia la realidad: «La poesía es para mí, antes que
cualquier otra cosa, un medio de conocimiento de la realidad» (Valente,
1975:155). Para tratar de representar su lado oculto, sus arcanos divinos, el
poeta busca en la materialización de la realidad inmediata la manera de
testimoniar «lo sagrado como acontecimiento, como “algo que sucede”» (Gómez
Toré, 2010:165) a través del instrumento evangélico de la carne hecha palabra: «Sólo
se llega a ser escritor cuando se empieza a tener una relación carnal con las
palabras» (Gómez Torré, 2010: 170).
Este «materialismo sagrado» (Gómez Toré, 2010:163) va
a ser el Nuevo Testamento de la poesía valentina que va a consagrar la matriz
femenina como un Santo Grial, una deidad capaz de revelar la vocación de
vidente del poeta, guiándolo hacia el umbral del conocimiento, esa «zona de
unidad» (Borja Rodríguez, 2002: s.p.) ya ilustrada por El origen del mundo de Gustave Courbet (Gómez Torré, 2010:169).
Para poder encontrarse a sí mismo, el poeta necesita disolverse en «el éxtasis
amoroso (…) en el que se origina la autocreación del uno por el otro» (Borja
Ródriguez, 2002: s.p.). De este modo, el cuerpo sacralizado se convierte en el
templo de la búsqueda poética, en la nueva génesis del ser humano.
El poema «El temblor», donde el elemento natural de la
lluvia se feminiza y erotiza para reflejar, a modo de espejo, la fría y geométrica
anatomía del yo poético: «la lluvia (…) parece recorrerme, buscarme la cerviz,
bajar, / lamer el eje vertical» (Valente, 1982: vv.1-4), se vuelve así el
retrato de un cuerpo revelado por la fértil agua del diluvio creador. Al
feminizarse la lluvia reaparece sugestivamente el símbolo de la mandorla como
el vacío fundacional del todo, esta fecundidad hecha símil en lengua de
prensiles musgos recorre al yo poético de forma vertical para explorarlo, simbolizando de forma sensual
el encuentro del poeta consigo mismo, una introspección que desciende
linealmente por su columna o tallo y lleva a la raíz, al abismo de la nada, al
vacío fecundante de la
palabra.
El recorrido lleva a una búsqueda del conocimiento generado
por un ente fértil. Son en Valente la humedad, la lluvia y lo femenino sinónimos
de fecundidad, simbolizado en «El temblor» por la erótica imagen de la húmeda
lengua: «Busco despacio ahora con mi lengua / la demorada huella de tu lengua /
hundida en mis salivas» (Valente, 1982: vv.7-9), desvelando de forma apasionada
la búsqueda de la palabra, símbolo que es la huella dejada por la lengua, que
se encuentra impregnada y hundida en el poeta, llevando nuevamente al tema de
la profundidad y al abismo en donde se forma lo existente.
Es
un encuentro amoroso y pasivo en el que la voz poética se ve fertilizada por el
canto germinal del cielo, donde la simbología cristiana de la mandorla traslada
sus celestes fundaciones hacia la intimidad de la boca: «te bebo/ en las
mansiones líquidas/ del paladar»
(Valente, 1982: vv.10-12). El eros se hace presente al beber al símbolo
femenino, el yo poético entra en un éxtasis de placer para crear la comunión
amorosa que fecundizará y alumbrará el conocimiento, comparando directamente a
la figura que lo recorre humedeciéndolo con la oscura lluvia, retomando así la
idea de un hundimiento en lo oscuro, en la nada, para producir la poesía: «mientras
tu propia lengua me recorre / y baja(…) como la lengua/ oscura de la lluvia»
(Valente, 1982: vv.16-17). De esta manera, el poeta se mira a través de la
imagen narcisista de su espejo interior: «Estabas a mi lado/ y más próxima a
mí que mis sentidos./ Hablabas desde dentro del amor,/ armada de su luz.»
(Valente, «Esta imagen de ti», 2008: vv.1-4).
La sacralidad de lo femenino en «El temblor» da fruto
y se hace voz, la carne se hace palabra, se ha vertido en la figura femenina y
se ha alumbrado en poesía como si emergiera de la almendra: «Y canta germinal
en tu garganta» (Valente, 1982: v.20).
Ya profundamente disuelto en el desvarío del amor,
Valente lleva la aniquilación del yo poético al extremo en el último poema de Fragmentos de un libro futuro, «Anónimo:
versión». En efecto, depurado de sus señas de identidad, el Yo desaparece y se
vuelve anónimo, hermético e impersonal, siguiendo el modelo simbolista de
Mallarmé: «Quiero decirte con ello que soy ahora impersonal» (Valente, 2000:
s.p.). Con el uso de la forma concisa y sintética del haiku, Valente manifiesta
su «anhelo de disolución en la nada» (Fernández Casanova, 2010: s.p.) a través
del otro, de ese Tú, de ese cuerpo, de ese corazón, de ese ruiseñor que iba y
venía, en un vaivén erótico, para iluminar el canto del poeta: «Venías, ave, corazón,
de vuelo,/ venías por los líquidos más altos/ donde duermen la luz y las
salivas/ En la penumbra azul de tu garganta./ (…) sentirte al fin llegar,
entrar, entrarme,/ ligera como luz, alborearme.» (Valente, «poema XXX», El Fulgor, 2008: vv.1-11).
No olvidemos que el hecho de su silencio al usar la
forma concisa como el haiku postula la presencia de la nada, ya que: «El
silencio puede señalar también hacia esa ausencia, mandorla que inscribe un vacío, una nostalgia. Almendra que, como
en el poema de Paul Celan, aloja sólo la nada» (Gómez Toré, 2010: 179).
Retornando su poética al abismo interior, a la nada y a lo erótico por medio de
la fecundidad de la palabra simbolizada por el gran canto del ruiseñor.
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