La
Carta Magna (1215) es el primer texto con valor jurídico que trata asuntos de
los «que hoy se consideran propios del Derecho Constitucional» (Satrústegui,
2009: 246). En el primer capítulo, se proclama la libertad de la Iglesia de
Inglaterra garantizando sus derechos, al mismo tiempo que se incluyen su exención
y los amplios derechos patrimoniales de los que dispone. En el capítulo dos, se
enuncian «las libertades que el Rey se compromete a asegurar, en nombre propio
y en el de sus herederos» (Satrústegui, 2009: 247). Empero, la Carta Magna no
se asemeja a una Constitución, muestra de ello es el siguiente extracto:
Los
sujetos de los derechos no son los ciudadanos contemplados en abstracto, como
titulares de una relación jurídica frente al Estado. Al contrario, en la Magna
Carta, lo que hay es una enumeración, prolija y bastante desordenada, de los
derechos de los participantes en las relaciones de autoridad y sometimiento, diversas
y desiguales que son típicas del feudalismo. De hecho […] la Magna Carta se
limitó en buena medida a confirmar los derechos feudales existentes o a
restablecerlos, cuando habían sido alterados discrecionalmente por el poder de
los Reyes (Satrústegui, 2009: 247).
En
definitiva, es un documento con valor jurídico que preserva los derechos de los
señores feudales, aunque también contempló protecciones para las ciudades y los
comerciantes; además, poseía una reforma de la legislación sobre los bosques y
una serie de reglas para los procedimientos judiciales.
Debido
a la llegada de los españoles a las Indias, la Corona empezó a regular las
relaciones comerciales y sociales en el Nuevo Mundo. En lo relativo al
monopolio comercial entre la península y las posesiones de ultramar, la
legislación vigente por aquel entonces «estaba integrada por Reales Cédulas, Reales Órdenes, Pragmáticas,
Instrucciones y Cartas relativas al derecho público de Hispanoamérica»
(Bernat, 2003).
Debido
a la brutalidad de la política de la conquista, regida por la Encomienda, institución
confirmada en 1503 por Cédula Real dictada en Medina del Campo, en 1510 el
sermón de Montesinos daría inicio a una disputa que perduraría durante años, al
denunciar públicamente los abusos y maltratos que sufrían los indígenas. Según
Montesinos, de seguir así no habría salvación para los colonos que incurrían en
estas conductas, como señala Serna, valiéndose del pasaje bíblico «Ego vox
clamantis in deserto»:
Que
todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía
que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué
justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué
autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en
sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y
estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y
fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los
excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los
matáis, por sacar y adquirir oro cada día? (De Las Casas, 2006).
De
hecho, a raíz de las reivindicaciones de Montesinos y la presión que realizó
Bartolomé de Las Casas, en 1512 se llevaron a cabo bajo el título de Leyes de
Burgos, “Las ordenanzas reales para el buen regimiento y tratamiento de los
indios” (Serna, 2012: 253). Las Leyes de Burgos «son el primer cuerpo
legislativo que se dio para las Indias y anticiparon el nacimiento del Derecho
Internacional. Son el primer documento de legislación americana y un ejemplo de
justicia y humanidad» (Serna, 2012: 253).
Lo que interesa es su
intento de humanizar el trato hacia los indios: no se legisló antes por los
derechos de los judíos o de los moriscos, por ejemplo. Las Casas, Francisco de
Vitoria y Domingo Soto, cada cual a su manera, crearon un pensamiento que
respondía al contexto naciente y lo enmarca en nuevas legislaciones. Lo cierto
es que en Valladolid ya se planteó, incluso, si el monarca podía requerir a los
indios para ser sometidos a su poderío. El planteamiento, atendiendo al
contexto histórico, da cuenta de una vasta lucidez:
Como
indica Monje, las Leyes de Burgos destacan por dos cuestiones. En primer lugar,
por ser el primer texto normativo sobre el trato que se debía dar a los indios
de América y, en segundo lugar, porque los debates que surgieron a partir de su
aprobación provocaron el “descubrimiento” de una nueva teoría filosófica,
teológica, jurídica y social que determinó el nacimiento del Derecho
Internacional y el reconocimiento de los Derechos Humanos, realidades jurídicas
estas que tuvieron su antecedente en la doctrina creada por la Escuela de
Salamanca, a consecuencia de la polémica surgida en Castilla con ocasión de la aprobación
de las Leyes de Burgos (Serna, 2012: 257).
Bartolomé
de las Casas abogaba por el reconocimiento de los derechos naturales y por
consiguiente del derecho positivo y del derecho de gentes, con el propósito de
que las leyes fueran consideradas justas, ya que sostenía la tesis de que los
amerindios eran seres que contaban con la capacidad de autodeterminación, con
base en sus conocimientos sobre la organización política, social y cultural de
estos:
En
su Apologética historia sumaria dice
que los aztecas tenían una filosofía muy elevada y una teología muy
desarrollada. … sostiene que los indios tenían leyes, ritos y teología muy bien
elaborados (aunque tenían cosas erradas, como los sacrificios humanos), y que
su conocimiento había alcanzado y aún superado a los griegos y romanos. […]
Tienen prudencia política, sabiduría política, una filosofía social ciertamente
con prácticas no muy comprensibles para los europeos, pero las Casas insistía
en que tenía un nivel altamente aceptable (Beuchot, 1994: 43).
Las
Leyes de Valladolid son cuatro y hacen referencia al trabajo de las mujeres y los
niños, pero suponen la primera legislación colonial española basada en el
principio de la libertad personal y en el de la defensa de unas condiciones de
trabajo justas y humanitarias. En pocas palabras, los tres puntos fundamentales
de estas Leyes son la evangelización; la organización de las encomiendas,
sistema de repartimiento y la regulación de los trabajos de los indios; y, por último,
la protección civil y jurídica de estos.
A
partir de dichas Leyes, se definió el Requerimiento:
Texto que debía leerse bajo
notario en cada lugar geográfico donde el Conquistador se encontrara frente a
una nueva tribu o agrupación poblacional en
terrenos no conquistados, con el fin de dar la oportunidad a los nativos de ser conquistados de una manera pacífica, es decir por aceptación de los
principios cristianos y del derecho de la corona española a administrar, por
delegación papal, las nuevas tierras, evitándoles de ese modo la guerra, de la
que por lo general no iban a salir muy bien librados (Bernat, 2003).
Es
importante considerar la polémica que existió entre Juan Ginés de Sepúlveda y
de Las Casas, donde uno era un humanista y otro escolástico, respectivamente;
sin embargo, fue de Las Casas quien extendió los derechos humanos a los indios.
Para
Fray Bartolomé era prioridad la evangelización de los aborígenes, señalando que
el proceso de integración a la civilización europea era secundario y vendría en
consecuencia de su conversión al cristianismo. Consideraba, a diferencia de
Sepúlveda, que no era necesario desprenderlos de su cultura, a pesar de que
sería inevitable que hubiera pérdida para ambas partes. Lo dicho entraba en
contradicción con los planteamientos de Sepúlveda, quien sostenía que el
proceso civilizatorio tenía que ser salvaguardado por la cultura y la religión,
señalando incluso que era necesario el desprendimiento de sus costumbres y
creencias como condición previa a la evangelización:
Por
eso ellos proponían el protectorado, la enseñanza. Veían que los indios no
habían seguido la ley natural, pero sobre todo la ley del derecho de gentes,
esto es la de lo humano, sino habían degenerado. Por eso había que
civilizarlos, incluso había que castigarles sus crímenes de lesa humanidad, lo
que habían atentado contra la humanitas. Las
Casas, en cambio, disminuía un poco la importancia de la cultura, y en ese
sentido era menos humanista (Beuchot, 1994: 41).
La legislación colonial de Indias se fundamenta en las
siguientes ordenanza: Las Leyes de Burgos, de 1512; Las Ordenanzas de Granada,
de 1526; Las Leyes Nuevas de
Indias, de 1542; Las Ordenanzas de
Poblaciones, de 1573; Las Ordenanzas de Alfaro,
de 1612; y, La Recopilación de las
Leyes de los Reinos de las Indias, de 1680.
Las Leyes Nuevas de Indias corresponden a un tiempo en
el que se exigía orden al colono, conquistador o aventurero llegado de España,
ya que era común que este personaje no reparara en medios para obtener las
riquezas del Nuevo Mundo. Estas leyes no prosperaron, las limitaciones que
estas imponían llevaron a enfrentamientos en América, siendo derogadas al poco
tiempo. En realidad, estas leyes fueron un pulso entre las instituciones
religiosas, los colonos y la corona, ya que quitaban privilegios a los
españoles ya asentados desde hacía años. Ese recorte consistía en otorgar más
libertad a los indígenas, previniéndoles de los tratamientos de esclavitud. Los
beneficios para los indígenas, por muy escasos que fueran, resultaban un
perjuicio automático para los colonos, que habían dejado de ser conquistadores
de armas, para empezar a vivir de las rentas generadas de sus esfuerzos
iniciales.
En realidad, la posición de Bartolomé de las Casas no
fue oponerse a la esclavitud como tal (entiéndase por esclavitud el
sometimiento a un trabajo u obligación de una persona a otra), sino a las
injusticias, al detrimento de la dignidad humana y a la servidumbre en todas
sus formas que estaban encarnadas en la Encomienda, ya que consideraba a los
indios como los únicos y legítimos dueños de las tierras de América: «Bartolomé
de las Casas defiende los mismos derechos para los indios y para los españoles
(también para los negros), si bien en estricta justicia tendrá su primer plano
la defensa de los que él considera más débiles, los indios.» (García, 2011: 13).
A pesar de haber sido el mismo Fray Bartolomé quien pidió que se trajeran
negros para ayudar a los indígenas americanos, también se opuso a la opresión y
maltrato de éstos, sobre todo cuando supo que los negros también habían sido
esclavizados por medio de una guerra igual de injusta:
Las Casas buscó informarse lo más posible sobre los negros,
pues dicha ciudad era «la
capital del país que entonces tenía monopolizada la esclavización y venta de
los negros de Guinea. Ya tenemos, pues, al padre Las Casas, si no en el centro
de Guinea, sí en el centro de la trata» (p.
114). Posteriormente participará, ya en España, en otro hecho también
significativo: la liberación de un esclavo, con quién habría entrado en contacto
en América en el segundo semestre de 1545. Encuentro que «pudo ser el
golpe de luz por el que el padre Las Casas comenzó a ver las injusticias que
padecían los esclavos negros ladinos no en el tratamiento laboral sino en el
legal-procesal, y a entrever la injusticia con que los bozales eran tomados y
hechos esclavos en Guinea. Pero, por lo pronto, está claro que, en agosto de
1547, en Aranda de Duero, ya sabía tal historia, y está clara la actitud que
tomó de defender al esclavo negro Pedro de Carmona comprometiendo a favor de
éste todos sus bienes. ¿La defensa de éste fue simplemente la primera
intervención práctica de la actitud que había tomado ya de defender a todos los
esclavos negros de Guinea que estuviesen en similares condiciones? Estamos en el
prólogo de lo que va a hacer el padre Las Casas en este punto» (pp. 122-123) (Esponera, 2008).
En 1680, inmersos en una etapa colonial más madura y
contando con una dimensión administrativa legal más global, se publicó la
Recopilación de las Leyes de los Reinos de las Indias:
Se publicó durante en el reinado de Carlos II el Hechizado, el último rey
de la dinastía de los Austrias, y que reúne de modo muy detallado y
preciso disposiciones originadas y ampliadas desde el reinado de los
Reyes Católicos hasta el mismo Carlos II, de modo que aparecen los retazos
legislativos revisados una y otra vez de Carlos I, Felipe II, Felipe III y
Felipe IV. Leerlas es sumergirse en un océano de normas del que -y aquí lo mejor- entre líneas se puede
sustraer la filosofía y el modo de hacer de los años de dominación
española en América y Filipinas. Se aprecia la burocracia en toda su extensión,
pero también un sistema que parecía ser infalible pero que desde Felipe V, el
primer rey de la dinastía borbónica, hubo de ser revisado para evitar que
sucumbiera en un momento en que otras potencias europeas parecían tomar
protagonismo en un océano, el Atlántico, que había sido dominio absoluto
de los peninsulares (Bernat, 2003).
Estas leyes pudieron influir en el transcurso de la
historia, por el mero hecho de que el imperio español tuvo autentica vorágine
para ordenar y legislar todo aquello perteneciente a su dominio.
A los procesos de
descubrimiento y de conquista de América les sucede el de la colonización. Esta
nueva etapa, que implica establecer una administración que organice la gestión
política, demográfica, religiosa y económica de los territorios ocupados, va a ser
el centro de una gran polémica acerca de la naturaleza del indígena y, en
definitiva, del Hombre mismo. Vamos a ver, pues, a través del estudio
comparativo de algunos autores fundamentales, cómo las ideas lascasianas
contribuyeron al germen de los Derechos Humanos y cómo éstos se contrastan o se
relacionan con las leyes emitidas por la corona española en Burgos y
Valladolid.
Las Casas parte de una
visión teológica y humanística heredada de Santo Tomás de Aquino, valorando la
idea de un cristianismo original y puro que apela «a la caridad cristiana y al
amor al prójimo» (Serna, 2012:236), para afirmar que «todos los hombres son
iguales ante Dios» (Serna, 2012: 391). Todo su argumento, expuesto en su Brevísima relación de la destrucción de
las Indias, consiste en la
violencia hiperbolizada y en la violación del derecho “natural”, “divino” y
“humano” de los indios por parte de los españoles (Serna, 2012:391).
El argumento de
Montaigne no parte, al contrario de Las Casas, de la idea de una religión
universal en la que todos los Hombres serían iguales ante Dios. En su ensayo De los caníbales, privilegia la razón
como única herramienta viable para poder salir de los prejuicios acerca del
otro, del extranjero: «es
bueno guardarle de abrazar las opiniones comunes, que hay que juzgar por el
camino de la razón y no por la voz general»
(Montaigne, 2011:392). De este modo, Montaigne introduce el concepto de
relativismo cultural que demuestra la subjetividad del concepto de la barbarie
que el Hombre aplica a cualquier costumbre extranjera, distinta de la suya: «lo
que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres» (Montaigne, 2011:396).
Así, refuta el segundo
argumento del Requerimiento (retomado por la retórica de Sepúlveda) que
legitimaba la conquista por medio de la violencia contra los que «comen carne
humana y se comen entre ellos» (Serna, 2012:292), al presentar la antropofagia
de los tupinambáes como un acto ritual: «Y no se lo comen para alimentarse, como antiguamente hacían
los escitas, sino para llevar la venganza hasta el último límite» (Montaigne, 2011:402), oponiéndola a la violencia
gratuita e ilegítima, hasta antropófaga, de los europeos (ya denunciada por Las
Casas): «Creo que es más bárbaro comerse a un hombre vivo que comérselo
muerto (…), desgarrar por medio de suplicios y tormentos un cuerpo todavía
lleno de vida (…) y echarlo luego a los
perros o a los cerdos (…) con la agravante circunstancia de que para la
comisión de tal horror sirvieron de pretexto la piedad y la religión» (Montaigne,
2011:403). Para Montaigne, los verdaderos bárbaros son los europeos que quieren
imponer los artificios de su cultura al buen salvaje, perturbando así su Edad
de Oro mansa y sin corrupción (su visión de la naturaleza original del Hombre
ya prefigura el Estado de naturaleza de Rousseau).
En sus Cartas persas, Montesquieu se reapropia
de esta inversión del bárbaro. Inspirándose seguramente en la leyenda
negra de la Brevísima relación de
Bartolomé de las Casas, hiperboliza crudamente la violencia de los
conquistadores: «Les Espagnols (…), ces barbares qui semblèrent, en
découvrant les Indes, n’avoir pensé qu’à découvrir aux hommes quel était le
dernier période de la cruauté» (Montesquieu, 1972:230).
La
crítica que hace de la Encomienda y de la esclavitud de los africanos que
reemplazó este sistema después de la Junta de Valladolid, también se hace
presente, al igual que la avidez irracional del Hombre occidental por el oro: «Il n’y a rien
de si extravagant que de faire périr un nombre innombrable d’hommes pour tirer
du fond de la terre l’or et l’argent, ces métaux d’eux-mêmes absolument
inutiles, et qui ne sont des richesses que parce qu’on les a choisis pour en
être les signes» (Montesquieu, 1972:225). Va incluso más
allá, al hacer una crítica del imperialismo como un acto de destrucción, no
solamente de los pueblos sometidos, sino también del pueblo conquistador: «L’effet ordinaire des colonies est
d’affaiblir les pays d’où on les tire, sans peupler ceux où on les envoie. Il faut que
les hommes restent où ils sont (…), les destructeurs se détruisent
eux-mêmes et se consument tous les jours»
(Montesquieu, 1972:228-229).
Sin
embargo, si bien Montesquieu y Voltaire denuncian, con una ironía implacable,
el carácter abominable de la esclavitud en América: «Le sucre serait trop cher, si l'on ne
faisait travailler la plante qui le produit par des esclaves
(Montesquieu, 1955:220); o: «C’est à ce prix que vous mangez du sucre
en Europe» (Voltaire, 2003:77). No caen en el
maniqueísmo simplicista entre el bárbaro europeo y el buen salvaje al
despreciar la servidumbre voluntaria de los pueblos africanos que venden a sus
propios hijos, así como lo plantea Voltaire: «Nous n’achetons des esclaves
domestiques que chez les nègres. On nous reproche ce commerce: un peuple
qui trafique de ses enfants est encore plus condamnable que l’acheteur: ce
négoce démontre notre supériorité; celui qui se donne un maître était né pour
en avoir» (Voltaire, 1875: 180).
Rousseau,
en cambio, al proclamar «L’homme est libre, et partout il est
dans les fers» (Rousseau, 2001:46), retoma el concepto de
la Edad de Oro de Montaigne, partiendo del principio de que el Hombre, bueno
por naturaleza, ha sido corrompido y esclavizado por las sociedades modernas.
Es el principal inspirador de la Declaración
de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, cuyos cuatro primeros
artículos plantean, desde un punto de vista universal y racional (aunque nos
recordará al humanismo teológico lascasiano), las libertades fundamentales e
inalienables del Hombre como: la libertad, la propiedad, la seguridad y la
resistencia a la opresión.
Esta última libertad
se verá ampliada en la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano de 1793 (que nunca llegó a aplicarse ya
que Francia estaba en plenas guerras revolucionarias) por la proclamación del
derecho a la insurrección frente a la opresión ejercida sobre un pueblo o un
individuo (derecho que Las Casas concedía implícitamente al reconocer que la
resistencia de los indios era legítima frente a la violencia de los
conquistadores): «Cuando el gobierno viola los derechos de la gente, la
insurrección es por la gente, y por cada parte de la gente, el más sagrado de
los derechos y el más indispensable de los deberes» (DDHC, 1793:Art.35). Este
último derecho, ilustrado por la Declaración
de Independencia de los Estados Unidos de 1776, fue fundamental para la
emancipación de las
naciones y repúblicas de Latinoamérica, ya que éstas se organizaron poco a poco
para lograr la libertad y derrumbar los preceptos construidos por los colonos.
Da cuenta de ello el artículo primero de la Constitución de la Gran Colombia,
en el año 1821, en donde establece que: «La nación colombiana es para siempre e
irrevocablemente libre e independiente de la monarquía española y de cualquier
otra potencia o dominación extranjera; y no es, ni será nunca patrimonio de
ninguna familia o persona», hecho que contrasta con la ley de Burgos, puesto
que conlleva un ánimo enteramente independista.
Las leyes para regular las Indias
fueron emitidas y organizadas desde la Corona, con el fin de brindarle una
protección al americano, ofrecerle un lugar en la sociedad española,
reconociéndole como un ser que podía llegar a ser igual a un español y podía
regirse por sí mismo. Sin embargo, las leyes se quedaron en el papel y los
colonizadores no las cumplieron, ni las hicieron cumplir, cosa que fue
enmarañada con el Requerimiento, para eludir la responsabilidad de los españoles
en la conquista y en el trato hacia el americano. Dato curioso es que se haya
leído la ley en castellano, lenguaje que era incomprensible para los nativos;
por ende, ninguno de ellos acataría las normas y se podría llevar a cabo una
guerra justificada.
La Ley de Burgos expresa: «mudar los dichos
indios y hacerles estancias junto con las de los españoles, que ante todas las
cosas son las personas a quien están encomendados o se encomendaren dichos
indios» (Serna, 2012: 67). Esta libertad condicionada o bajo una tutela será
penetrada y contrastada con el primer artículo de los derechos del hombre que
introduce en América Antonio Nariño: «Los hombres nacen y permanecen libres e
iguales en derechos» (Vasco, 2009: 50). Por otro lado, el documento de Burgos contiene
normas que se verán replicadas en las posteriores Declaraciones, Cartas de
Derechos Humanos, documentos de la OIT y Constituciones de las repúblicas
venideras, estas normas se reducen a: el derecho a la libertad personal, los
derechos de la mujer, la protección del Estado, derecho a manutención, libertad
de culto, servicios hospitalarios y pago de salario.
Las leyes de Burgos y Valladolid tenían un
enfoque evangelizador, es decir, los aborígenes recibían beneficios a cambio de
ser adoctrinados a la fe cristiana. Aun así, practicaran sus cultos, era una
obligación participar de la fe cristiana y sólo esto les podría brindar una
libertad en el futuro: «con la conversación de los cristianos se hagan los
indios tan capaces y tan aparejados a ser cristianos y sean tan políticos y
entendidos que por sí sepan regirse y tomen la manera de la vida que allá viven
los cristianos» (Serna, 2012 86), libertad e igualdad de condiciones que no se
vería sino hasta las independencias de las naciones americanas. Pero es una
concepción que se transformará y tendrá similitud con el artículo décimo de los
Derechos del Hombre, evitando que un ser humano sea juzgado por sus opiniones o
cultos y tenga libertad de ellas.
La
reorganización de la ley de Burgos que se emite en Valladolid establece una
regulación del trabajo para los aborígenes, con un pago incluido e incluso
establece una protección para las mujeres embarazadas y los menores de 14 años,
quienes no podrían laborar, permitiendo así: «la primera legislación colonial española
basada en el principio de libertad personal y en el de la defensa de unas
condiciones de trabajo justas y humanitarias» (Serna, 2012: 56), que como se ha
expresado, es la base fundamental de los Derechos del Hombre pregonados por
Antonio Nariño, el precursor de la emancipación americana.
En resumidas cuentas,
el empeño humanístico de Las Casas y la aportación continua de los grandes
filósofos en contra de la injusticia del Hombre tuvieron una grandísima
influencia en la legislación y contribuyeron, a través de los siglos y de los
distintos modos de pensamiento, a forjar nuestra percepción de la naturaleza
humana, de sus libertades y de sus derechos universales.
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