viernes, 26 de mayo de 2017

El misticismo erótico y el misticismo áureo en dos poemas de José Ángel Valente


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La obra de José Ángel Valente se encuentra mediada por un misticismo trascendente que encierra cada una de las palabras arraigadas en lo profundo del corazón y transmitidas al lector. En palabras de José Luis Gómez «la mística busca liberar infinitamente el deseo» (Gómez, 2010:160).  En este sentido se puede afirmar que la poética de Valente se enmarca en la intención de escribir a través del espíritu, dejando fluir el deseo, pero no el deseo del poeta pues para Valente el Yo debe morir para la creación, de lo contrario la palabra se paraliza.

Valente se acercó a la poesía y tuvo una gran influencia de referentes trascendentales, espirituales y religiosos, lo cual marcó su obra con un toque de misticismo, sin pretender ser un poeta místico. Su labor poética atraviesa por dos etapas, la primera más social y la segunda más sustancial y hermética, donde lo místico se funde con lo erótico. Ese erotismo, es amor, es eros divino. La poesía nace luego de la inmersión en la oscuridad, de la unión perfecta del alma con la divinidad, pero esa divinidad se puede expresar a través de una gran variedad de elementos.

En la poética de Valente, el binomio cópula-conocimiento encuentra, además, anclaje en la tradición cabalística, de la que se hace eco en su obra La piedra y el centro: Los cabalistas recurren para la expresión de los más velados secretos al lenguaje del cuero y, en particular, al de la sexualidad, el vacío; la carencia de palabra en estos poemas (aspecto que Valente enfatiza más en «Anónimo: versión») representa el pensamiento valentiano, el cual enfatiza que hay más energía en el hombre y su mundo: el poeta remata diciendo que la materia «el ruiseñor», el vacío y la cima del canto, son una misma cosa.

Un misticismo áureo
El choque de un conjunto de doctrinas filosóficas y místico-platonizantes, de ideales sociales y caballerescos, de exacerbada actividad y proselitismo en un ambiente de gran exaltación de la cultura y fe religiosas convertidas en ideal político, se plasma en la mística, síntesis de todos los rasgos humanos, sociales y artísticos del español del siglo XVI.

Un ligero recorrido histórico nos conduce hacia la mística alemana del siglo XIV con el maestro Eckhart (1260-1328) como principal exponente. El autor de la obra Tratados y sermones transmitió «a las órdenes mendicantes su deseo de que fuesen capaces de expresar la verdad divina, utilizando las herramientas apropiadas: un lenguaje idóneo, eficaz, con el que poder captar la experiencia inefable» (Fernández, 2008). Él mismo nos da una definición de lo que es ese desasimiento: «En el hecho de que el espíritu se halle tan inmóvil frente a todo cuanto le sucede, ya sean cosas agradables o penosas, honores, oprobios y difamaciones, como es inmóvil una montaña de plomo en el soplo de un viento leve» (Reckhart, 1294:17).

El grado superlativo de esa unión con Dios es el silencio. Así parecen haberlo entendido muchos de los poetas contemporáneos desde Mallarmé hasta José Ángel Valente.  El fervor místico se confunde con la plenitud latente en la palabra poética.

Nos gustaría observar de cerca las imágenes místicas de dos de sus poemas: «El temblor» (Mandorla, 1982) y «Anónimo: versión» (Fragmentos de un libro futuro, 2000).  En sendos poemas, se revela lo oculto a través de la lluvia y el canto del ruiseñor.

En «Anónimo: versión», Valente utiliza la imagen del ruiseñor como símbolo de liberación: «el ruiseñor y tú ya sois lo mismo» (vv. 2-3).  Por el contrario, en «El temblor» es la raíz la que germina como el canto de las aves. Este hecho de convertir el yo-poético en pájaro refleja la cualidad de emprender el viaje hacia el más allá.

Esta idea aflora gracias al cántico espiritual de San Juan de la Cruz, utilizada para referenciar el mito de Filomena, aquella que llora su desgracia transformada en ruiseñor. Ella sufrió la desgracia de que su violador le cortara la lengua, hecho que propició su canto de ruiseñor, mientras que en los poemas valentinos, el poeta buscará el rastro de la lengua divina utilizando el silencio, la palabra no llega pero sí llega el canto.

La poesía de José Ángel Valente intenta recuperar el simbolismo por encima del valor descriptivo de la palabra. En este proceso se puede apreciar las influencias de la poesía del siglo de Oro en cuanto al uso constante de la metáfora y las prosopopeyas. Así pues en los poemas «El temblor» (Mandorla, 1982) y «Anónimo: versión» (Fragmentos de un libro futuro, 2000), observamos características que pretenden llegar al lenguaje de los sentimientos, un lenguaje poético que siempre quedará como algo inefable, intraducible al lenguaje de la lógica.

Al igual que en la poesía mística, en «El temblor» Valente se dirige a un interlocutor personificado en la lluvia. La lluvia como refresco de la palabra que acaba en el viaje interior, en la experiencia propia, en la raíz como símbolo de la consagración de la palabra. Tal y como estilaban los poetas áureos, el acto de embellecer vuelve a tomar forma en Valente. Este embellecimiento parte de la meditación intuitiva de las cosas o las palabras antes de su misma existencia (Alfaro, 1999:45), lo que confiere a la poética de Valente el sentido elemental. La lluvia proporciona el éxtasis de la palabra (Bebo, te bebo / en las mansiones líquidas / del paladar) hasta llegar al epicentro de la creación, a la raíz germinada que acaba en canto, en liberación pluridimensional: es al mismo tiempo la liberación de la vida, de la palabra y de la otredad. Si en los poetas místicos la aspiración era llegar hasta un sucedáneo divino, en Valente la fórmula será el autoconocimiento, la emancipación en forma de remolino que llega a la intimidad del poeta. De hecho, esa intimidad se presenta a través de numerosos términos que implican un erotismo explícito (ingles, lamer, lengua, saliva, boca) que lleva a la trascendencia místico-poética, a la inmersión del yo (Real, 2001:98). Del mismo modo la podemos ver retratada en los versos de «Ícaro», también en Mandorla, «[...] Caer fue sólo / la ascensión a lo hondo».

En Valente encontramos la significación densa, la contraposición de las ideas y una fuerte simbología contenida. Un misticismo de lo mundano que promueve el hermetismo y la variedad de interpretaciones. No obstante, Valente también bosqueja el sentido trágico en su poema «Palabra»: «Palabra / hecha de nada. / Rama / en el aire vacío. / Ala / sin pájaro. / Vuelo / sin ala». Como producto simbólico reiterado observamos la figura del pájaro, que empuja al lector a una turbiedad del espíritu, una bruma nocturna sin la fe de los místicos tradicionales (Reyzábal, 2001:21), pero que gracias al uso versátil de la palabra se nos presenta en diversos sueños de vuelo. En «Anónimo: versión», el haiku con presencia del ruiseñor expresa la fascinación del enigma que encierran las palabras. La elipsis es más relevante que lo mostrado, donde el poder del canto es el poder de la apertura de la realidad. El ruiseñor, como sustitución del contacto con dios, hace las veces de la liberación del mundo cognoscible para adentrarse en los laberintos de ese cosmos simbólico (Aguirre, 2013:12). En los versos «Pájaro del olvido / jamás te tuve más cierto en mi memoria», existe una suspensión de la palabra, la pretensión de encontrar en el fuero interno el locus amoenus de los renacentistas.

Un misticismo erótico
La poesía de José Ángel Valente es la historia de una perpetua peregrinación hacia la realidad: «La poesía es para mí, antes que cualquier otra cosa, un medio de conocimiento de la realidad» (Valente, 1975:155). Para tratar de representar su lado oculto, sus arcanos divinos, el poeta busca en la materialización de la realidad inmediata la manera de testimoniar «lo sagrado como acontecimiento, como “algo que sucede”» (Gómez Toré, 2010:165) a través del instrumento evangélico de la carne hecha palabra: «Sólo se llega a ser escritor cuando se empieza a tener una relación carnal con las palabras» (Gómez Torré, 2010: 170).

Este «materialismo sagrado» (Gómez Toré, 2010:163) va a ser el Nuevo Testamento de la poesía valentina que va a consagrar la matriz femenina como un Santo Grial, una deidad capaz de revelar la vocación de vidente del poeta, guiándolo hacia el umbral del conocimiento, esa «zona de unidad» (Borja Rodríguez, 2002: s.p.) ya ilustrada por El origen del mundo de Gustave Courbet (Gómez Torré, 2010:169). Para poder encontrarse a sí mismo, el poeta necesita disolverse en «el éxtasis amoroso (…) en el que se origina la autocreación del uno por el otro» (Borja Ródriguez, 2002: s.p.). De este modo, el cuerpo sacralizado se convierte en el templo de la búsqueda poética, en la nueva génesis del ser humano.

El poema «El temblor», donde el elemento natural de la lluvia se feminiza y erotiza para reflejar, a modo de espejo, la fría y geométrica anatomía del yo poético: «la lluvia (…) parece recorrerme, buscarme la cerviz, bajar, / lamer el eje vertical» (Valente, 1982: vv.1-4), se vuelve así el retrato de un cuerpo revelado por la fértil agua del diluvio creador. Al feminizarse la lluvia reaparece sugestivamente el símbolo de la mandorla como el vacío fundacional del todo, esta fecundidad hecha símil en lengua de prensiles musgos recorre al yo poético de forma vertical para explorarlo, simbolizando de forma sensual el encuentro del poeta consigo mismo, una introspección que desciende linealmente por su columna o tallo y lleva a la raíz, al abismo de la nada, al vacío fecundante de la palabra.

El recorrido lleva a una búsqueda del conocimiento generado por un ente fértil. Son en Valente la humedad, la lluvia y lo femenino sinónimos de fecundidad, simbolizado en «El temblor» por la erótica imagen de la húmeda lengua: «Busco despacio ahora con mi lengua / la demorada huella de tu lengua / hundida en mis salivas» (Valente, 1982: vv.7-9), desvelando de forma apasionada la búsqueda de la palabra, símbolo que es la huella dejada por la lengua, que se encuentra impregnada y hundida en el poeta, llevando nuevamente al tema de la profundidad y al abismo en donde se forma lo existente.

Es un encuentro amoroso y pasivo en el que la voz poética se ve fertilizada por el canto germinal del cielo, donde la simbología cristiana de la mandorla traslada sus celestes fundaciones hacia la intimidad de la boca: «te bebo/ en las mansiones líquidas/ del  paladar» (Valente, 1982: vv.10-12). El eros se hace presente al beber al símbolo femenino, el yo poético entra en un éxtasis de placer para crear la comunión amorosa que fecundizará y alumbrará el conocimiento, comparando directamente a la figura que lo recorre humedeciéndolo con la oscura lluvia, retomando así la idea de un hundimiento en lo oscuro, en la nada, para producir la poesía: «mientras tu propia lengua me recorre / y baja(…) como la lengua/ oscura de la lluvia» (Valente, 1982: vv.16-17). De esta manera, el poeta se mira a través de la imagen narcisista de su espejo interior: «Estabas a mi lado/ y más próxima a mí que mis sentidos./ Hablabas desde dentro del amor,/ armada de su luz.» (Valente, «Esta imagen de ti», 2008: vv.1-4).

La sacralidad de lo femenino en «El temblor» da fruto y se hace voz, la carne se hace palabra, se ha vertido en la figura femenina y se ha alumbrado en poesía como si emergiera de la almendra: «Y canta germinal en tu garganta» (Valente, 1982: v.20).

Ya profundamente disuelto en el desvarío del amor, Valente lleva la aniquilación del yo poético al extremo en el último poema de Fragmentos de un libro futuro, «Anónimo: versión». En efecto, depurado de sus señas de identidad, el Yo desaparece y se vuelve anónimo, hermético e impersonal, siguiendo el modelo simbolista de Mallarmé: «Quiero decirte con ello que soy ahora impersonal» (Valente, 2000: s.p.). Con el uso de la forma concisa y sintética del haiku, Valente manifiesta su «anhelo de disolución en la nada» (Fernández Casanova, 2010: s.p.) a través del otro, de ese Tú, de ese cuerpo, de ese corazón, de ese ruiseñor que iba y venía, en un vaivén erótico, para iluminar el canto del poeta: «Venías, ave, corazón, de vuelo,/ venías por los líquidos más altos/ donde duermen la luz y las salivas/ En la penumbra azul de tu garganta./ (…) sentirte al fin llegar, entrar, entrarme,/ ligera como luz, alborearme.»   (Valente, «poema XXX», El Fulgor, 2008: vv.1-11).

No olvidemos que el hecho de su silencio al usar la forma concisa como el haiku postula la presencia de la nada, ya que: «El silencio puede señalar también hacia esa ausencia, mandorla que inscribe un vacío, una nostalgia. Almendra que, como en el poema de Paul Celan, aloja sólo la nada» (Gómez Toré, 2010: 179). Retornando su poética al abismo interior, a la nada y a lo erótico por medio de la fecundidad de la palabra simbolizada por el gran canto del ruiseñor.





Bibliografía

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Material audiovisual:
- Entrevista a José Ángel Valente en Canal Sur (13 de junio de 1999). Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=lkxvY5c0W-4 y https://www.youtube.com/watch?v=Kw4yTvsDM4&feature=iv&src_vid=lkxvY5c0W- 4&annotation_id=annotation_674318051
 Entrevista en el Rincón literario (UNED), en 1988. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=nhZfvKco_g